Testamento gastronómico- amatorio para instrucción de la nieta
Nieta querida, hija de mi hija…
Ahora que me preparo para dejar este mundo, y habiéndote querido tanto, quiero legarte una sabiduría a la cual llegan casi todas las mujeres y que por pudor, o por mezquindad, nos reservamos: la comida y el sexo son la misma cosa.
Tal vez pienses que lo que acabo de decir es un delirio, un devaneo de mis neuronas cansadas que se despiden, una exageración… Pero no, mi dulzura; es una verdad más grande que un templo y es mi obligación decírtelo. Tu madre no te lo dirá, tal vez tus amigas te lo sugieran, lo más seguro es que si algún día tienes una hija, lo descubra antes que tú y que yo; lo cierto es que el apetito carnal y el de alimentos, provienen del mismo oscuro y tibio rincón del alma.
Me jacto, a mis años, de poder deducir las virtudes (o carencias) de un hombre en las artes amatorias con sólo verlo comer. Esos hambrientos que devoran la comida sin siquiera detenerse a sentir lo que saborean, esos trogloditas que engullen en dos bocados hamburguesas llenas de salsas peligrosas y contradictorias, esos pobre hombres que no recuerdan en la cena lo que almorzaron, carecen del más elemental sentido de la estética a la hora de la horizontalidad. Despachan a sus mujeres como reses que van al matadero, y generalmente, tardan más en estornudar que en retozar. Huye de ellos, mi princesita, huye despavorida, que la tristeza de la carne es una de las más despiadadas y más difíciles de exorcizar.
En cambio, aquellos que pueden describirte con entusiasmo su plato favorito, o que atraviesan su ciudad en busca de un manjar que sólo encuentran luego de esa travesía urbana, esos que se gastan el dinero en delantales, en especias misteriosas, esos que no tiene miedo de probar nuevos sabores, son generalmente, y pese a que puedan tener un aire taciturno, genios de las sábanas, poetas de la voluptuosidad, fabricantes de mujeres felices y fieles, gourmets de las emociones.
A las mujeres también las conozco viéndolas comer. Esas adictas a la dieta, que prefieren morir antes de meterse un chocolate en la boca, me resultan tan patéticamente evidentes en su frialdad que me extraña que los sex symbol actuales respondan a esas medidas tan escasas de 90-60-90. Las obesas, otras pobres criaturas, están tan hambrientas de cariño, se sienten tan solas y desesperadas, que tanto a la hora de la comida como del amor, se convierten en depredadoras inescrupulosas. El punto medio, como en todo, es lo saludable: ni comer por aburrimiento o por soledad, ni dejar de comer por lo mismo.
Te recomiendo, mi nieta amada, entre otras cosas, adentrarte en los secretos de la cocina y descubrir así muchas cosas sobre el amor; ser vegetariana durante al menos un año en tu juventud para que aprendas a amar a los vegetales y para que sepas que con o sin carne, la gente puede ser feliz; ser omnívora en la adultez, para que aprendas que en la variedad está el gusto, y volver a los vegetales en la vejez, para que cuando te vayas de este mundo, te sientas ligera y saludable. Comer despacio siempre, en la lentitud, tanto de la mesa como de la cama, se encuentra la verdadera felicidad.
Descubrir nueva formas de cocinar es una manera de descubrir nuevas formas de amar, investiga, lee, experimenta, no tengas miedo. La comida y el sexo generan placeres y culpas equivalentes, deshazte de las últimas si no dañas a nadie (“nadie” te incluye a ti), si agredes a alguien, la culpa es un buen sentimiento que te guiará de regreso hacia la salud.
Por último, mi amor, sé cuidadosa, la sensatez es muy buena consejera cuando va acompañada por la emoción; jamás comas nada por obligación, siempre sé tú quien decida sobre tu cuerpo, cuídalo, protégelo, regálale experiencias hermosas y vitales, vincúlate con lo eterno a través de él y recuerda que tu abuela cocinera, que te amó tanto mientras vivió, te cuida desde el regazo del creador.
Karina Pugh Briceño
domingo, 29 de junio de 2008
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